Montoya va donde brilla

Anita llegó al hospital con el dramatismo de quien va a salvar una vida. Sabía que su paso por La Isla de las Tentaciones le había dejado una imagen pública más dañada que su autoestima tras la final, y necesitaba urgentemente un lavado de cara mediático. Buscando redimirse y en una cruzada por un presunto perdón sincero, fue a visitar a su "novio" Montoya para darle ánimos.

Lo habían operado de una cirugía maxilofacial y, según le habían contado, tenía la cara más hinchada que un influencer después de un retoque mal calculado. 

Pero eso no importaba, ella venía cargada de reality-amor, lista para brindarle un apoyo incondicional… ante las cámaras, a las que había avisado previamente.

Abrió la puerta de la habitación y ahí estaba él, con la cabeza envuelta en vendas y una expresión inmutable. Bueno, expresión era un decir. Parecía una estatua de cera mal conservada.

—¡Gracias por venir, Sandra! —dijo Montoya, con la dicción de alguien que acaba de perder la batalla contra la anestesia y la hinchazón.

—¿Sandra? ¿Quién es Sandra? —Anita abrió los ojos como platos, aferrándose a la ofensa como si le hubieran clavado un puñal—. ¡Esto es imperdonable, Montoya! ¡Me has fallado!. Gritaba  ante la sorpresa del pobre Montoya que no entendía las dimensiones del enfado.



Anita, temblorosa y con el rostro teñido de una ira contenida, se levantó del asiento, dispuesta a marcharse. No podía soportar ''la humillación a la que Montoya la había sometido''. Mientras tanto, este, estirado en su cama e incapaz de defenderse, abría sus ojos desmesuradamente, reflejando una incredulidad palpable ante la situación, como si no pudiera creer lo que sucedía a su alrededor, mientras la impotencia le nublaba la mirada. 


Pero antes de llegar a la puerta, unas risas surcaron el aire, flotando desde una de las habitaciones contiguas. La risa, ligera y burlona, ​​se fue apagando poco a poco para dar paso a una voz que le resultaba extrañamente familiar. "¡Salta la gamba, salta la gamba!", cantaba con un tono tan despreocupado como provocador.

Anita se detuvo en seco, el corazón acelerado. Esa voz, tan particular, tan llena de descaro, la atravesó como una flecha afilada. No podía ser, pero lo era. Reconoció al instante al hombre que la había seducido en la isla, aquel que había despertado en ella un deseo prohibido y peligroso. A pesar de su resolución de dejar atrás esa pasión tumultuosa, un fuego invisible comenzó a arder en su pecho. Su cuerpo, traidor, reaccionó como si el tiempo no hubiera pasado. Aún lo deseaba, pero la razón le gritaba que no podía ceder, que había llegado hasta aquí para limpiar su imagen, para purgarse de aquellos vicios que la habían arrastrado. Sin embargo, su alma vacilaba, y el cuerpo, con su propio lenguaje, la tentaba, susurrándole que caería de nuevo.

Ahí estaba, a dos puertas de distancia. Manuel. 

Anita entró sin pensarlo dos veces:

—Montoya no me merece —le anunció con un aire de tragedia—. Todo el cariño que traía para él, ahora es tuyo.

Manuel, que no era precisamente un filósofo, pero sí un hombre de reflejos rápidos, simplemente levantó las sábanas y le hizo espacio.



Horas después, con el maquillaje totalmente desmontado, Anita salió del hospital y se plantó ante los medios que, la esperaban sin saber que el titular sería otro al esperado:

—Montoya me ha puesto mala cara —dijo con una mezcla de indignación y dolor estudiado.— Y yo, que venía llena de amor, no podía desperdiciarlo. Necesitaba darlo. Así que, bueno, Manuel ha sabido recibir.


L
a prensa enloqueció, los titulares no tardaron en aparecer y en algún rincón del hospital, Montoya, aún con el rostro hinchado e inexpresivo, trataba de gritar algo que nadie podía entender. Pero en su mente, las palabras eran claras:

—¡Vas a arrepentirte de estar con ese cara papa!

Lleno de un dolor insoportable, Montoya, con una fuerza que parecía contradecir su estado, se levantó de la cama. Sin pensarlo, corrió hacia la salida de la habitación, tropezando por el dolor, pero decidido. Al llegar a la puerta, se giró hacia la encargada de seguridad y, con voz temblorosa pero llena de furia, le gritó: — 'Sigue a la cámara 11, te vas a arrepentir, me has reventado por dentro'. 


Una de las enfermeras, empezó a correr desesperada tras él, intentando detenerlo, sus manos extendidas en un último intento por salvarlo, mientras su voz se alzaba, rota de angustia: 

—"Montoya para''.

El dolor lo atravesó como una ola inmensa, cruel, y lo detuvo en seco. Una punzada aguda le recorrió el pecho, haciendo que su respiración se volviera errática y sus piernas temblaran. Estaba a punto de caer, pero entonces, algo en su interior, una fuerza inexplicable, lo impulsó al ver como un espejismo en la distancia, la luz al final del pasillo. Era una luz cálida, hipnótica, que lo llamaba, lo atraía con una promesa de paz. 

En medio de la niebla que comenzaba a rodearlo, su visión se volvió borrosa, pero la luz seguía brillando con más intensidad, como un faro. Con el dolor aún lacerando su cuerpo, Montoya forzó sus músculos a moverse, dio un paso, luego otro, hasta que comenzó a correr de nuevo, sin mirar atrás, sin freno.

La enfermera, al ver su determinación, se detuvo en seco, su aliento pesado, pero él ya no la escuchaba. Sus piernas, moviéndose por instinto, lo guiaron hacia esa luz, esa promesa de lo que ya no estaba dispuesto a dejar ir.

Con cada paso que daba, la neblina que lo envolvía se espesaba, transformándose en una sombra que lo cubría todo, hasta que, al llegar al umbral de la luz, un resplandor cegador lo envolvió por completo.

— ¿Dónde vas Montoya?— gritó en un último intento por salvarle, la enfermera.

— ''Montoya va donde brilla''.



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