Crónica de una familia salvaje

 


Mejor te improviso un cuento...

Érase una vez una mujer triste y gris que, cansada de su soledad, decidió adoptar un perro. Así que una mañana se dirigió al centro de acogida de animales más cercano, buscando un alma peluda que llenara su hogar de alegría. Y allí, en una jaula que parecía demasiado pequeña para tanta felicidad contenida, encontró un Golden Retriever que, nada más verla, se lanzó a sus brazos.

Ya se marchaba de allí cuando vio unos ojos que la miraban insistentemente.

 Me necesita, dijo en alto. Y se lo llevó con ella al grito de — ¡Vamos, Firulais!

 Un par de ladridos más tarde y un meneo de cola después, ya estaban en casa.

Pero, a la noche siguiente, sintió la misma tristeza. Tenía la necesidad de ayudar a más almas nobles. Así que nuestra protagonista, pensando en algo más salvaje, fue a una reserva de lobos y, después de convencer al guardabosques con un encantador:

—‘Es que tengo experiencia en cuidados caninos', terminó llevándose cuatro lobos.

En su camino de regreso, se encontró con un hombre lobo, que viendo la fila de caninos tras ella le preguntó mostrando una sonrisa abierta dejando ver sus afilados colmillos:

—¿Tienes hueco para uno más?

¿Cómo negarse? Un hombre lobo no se encuentra todos los días, y tampoco era el tipo de criatura a la que se le puede decir que no sin pensarlo dos veces.

Así fue como en una sola semana, la casa de nuestra protagonista se transformó en una especie de manada peculiar. Cada integrante tenía sus manías: los perros no entendían por qué los lobos se tomaban tan en serio a la luna y los lobos no comprendían la manía de los perros por dejar los cojines enteros; y el hombre lobo… bueno, él intentaba mantener la compostura, aunque por las noches las uñas se le alargaran y su apetito aumentara.

Al principio, todo era una fiesta. Ella había mejorado mucho. Estaba tan ocupada que no tenía tiempo para tristezas y lamentos. Paseaba tres veces al día con sus perros. Los lobos permanecían en su terreno hasta que oscurecía y paseaba con ellos por el bosque. Vivía muy cerca de un lago en el que cada noche se bañaba la luna en él. Los lobos enloquecían con el espectáculo. Eran felices.

Pero, con el paso de los días, llegó el caos. Cada vez que alguien llamaba a la puerta, los ladridos y aullidos competían en decibelios; los vecinos, confundidos, se empezaban a preguntar si vivían junto a una licántropa que estaba organizando algún tipo de festival lunar.

La protagonista, en un intento por mantener el orden, convocó a todos en el salón:

—Amigos, esto se nos ha ido de las manos. A ver, todos queremos una familia y estamos juntos en esto, pero necesitamos normas. ¡No más aullidos a medianoche! ¡Y nada de usar los muebles como rascadores!

El hombre lobo, despeinado y con una mirada somnolienta, fue el primero en responder:

—Quizá... podríamos aullar solo los viernes, y yo prometo mantener las garras lejos de los cojines.

Así fue como, a base de negociación, llegaron a un acuerdo: aullar se permitía solo los viernes y a las diez en punto, para dar un toque místico al fin de semana. Los cojines, a salvo.

La moraleja de la historia es simple: ''no importa cuán caótico sea el entorno que creamos, siempre podemos encontrar el equilibrio''.


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