Veinte minutos no son nada_6


A pesar de que ella le había dado un plazo para contestar, pasaron más minutos de los previstos hasta que lo hizo. 

Quizá porque pensaba que debía haber rechazado la invitación automáticamente, o porque le faltó valor para decirle que ya le diría algo a lo largo de la semana, ya que hoy no podía pensar. Puede que porque no quería volver a contarle a nadie la historia de su vida, su trabajo, sus relaciones anteriores; vamos, todas esas conversaciones de primera cita que le daban una pereza atroz.

Y una vez más se volvió a lamentar de su incapacidad para poner límites y dejar de dar gusto a los demás por encima de sus necesidades.

Oye Joan, hola de nuevo, perdona. Que sí, que me parece bien salir a cenar mañana.

Perfecto—contestó al momento Joan.  

''Cómo no'', pensó Sam, ''a ver cuánto tardas en contestar a un mensaje mío después de la cita''. Y es que Sam ''es consciente'' de que, una vez te desvirtualizan, se empieza a tener mucho lio en el trabajo, con los hijos, la familia y los amigos; la bici, el pádel, la distancia, su hermana, las fiestas de su barrio bla, bla, bla y se hace imposible volver a quedar.

Llegó el día y casi la hora de salir. Como Sam no recordaba el estilo de Joan, bueno, el estilo ni nada, decidió vestirse un poco con estilo neutro. ''Un vestido negro y un zapato de tacón, bolso y labios rojos, nunca fallan''—se dijo.

Bajó al portal en cuanto este le dijo que estaba en la esquina de su casa aparcado.

Cuando la vio salir del portal, se bajó del coche. Sam, miope perdida y sin gafas para presumir, vio un bulto negro algo encorvado. No, no era negro, Joan llevaba un abrigo gris de pata de gallo, encorvado sí que estaba y mucho.

Vengo directo del trabajo, perdona por el traje y la corbata. Aprovecharé para llevarte a un sitio en el que seguro que no has estado nunca.

No le gustó mucho a Sam el comentario... ni el tono. ¿Y él que sabía en donde había estado ella o no?

Se subió al coche, aunque hubiese subido con más agilidad los cinco pisos hasta su casa, puesto el pijama y tirado en el sofá mientras desmaquillaba, lentamente y frente al televisor, su decepción.

En el coche parecía más encorvado de lo que era. Se subió con el abrigo abrochado y todo y se dirigió a Paseo de Gracia. 

Durante el trayecto le contó que trabajaba en una multinacional, que su sueldo era cuantioso y que intentaba esconder a los bancos que estaba divorciándose para que no se alarmasen por el destino de sus fondos.

A ella, que hablar de dinero le parecía ya, de por sí, una ordinariez, escuchar tantos detalles la tenían ya, muy lejos de allí.

Caminaron unos 200 metros desde el parquin y el destino fue El Nacional, un antiguo garaje convertido hoy en multiespacio gastronómico y al que ella había ido en varias ocasiones. 

''Seguro que no había otro sitio más impersonal y poco acogedor que aquel''—se dijo. No obstante, pensó en lo mucho que le gustaban las ostras gallegas que sirven allí y se olvidó hasta de aquel personaje.

A medida que entraban, él la miraba como queriendo ver algo de emoción en su rostro. ¡La llevaba al Nacional, Uuuuuuu!.

Y es que igual que reconocía que  no sabía poner límites sabía también que sus caras eran incontrolables, esas, viajaban por libre. Lejos de lo que él esperaba, su expresión se mantuvo neutra, como neutras eran sus ganas de vivir en ese momento.

''¡Me tomo un par de ostras y me piro en veinte minutos!''—pensó mientras se sentaba como podía en ese taburete que más bien parecía un andamio.

Dos ostras gallegas y dos copas de cava, por favor — pidió ''el generoso'' sin consultarle a ella.

Una copa de vino blanco para mí, mejor—contestó Sam. El cava le daba dolor de cabeza.

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