¿Cuándo nos volvimos así?


Fue ayer, pero podría haber sido cualquier día. Lo que vi —y lo que sentí— no fue excepcional, y justo por eso me dejó pensando.

Entro al vagón de metro. Es hora punta. No hay asientos, solo espacio suficiente para sostenerse de alguna barra y mantener una distancia incómodamente cercana con desconocidos. El vagón está lleno: un grupo de adolescentes, probablemente de excursión, inunda el espacio con risas y voces que rebotan contra las paredes del tren como si se negaran a morir en el aire. Ríen alto, muy alto. Tal vez demasiado alto.

Lo admito: me molesta. Pero también recuerdo cómo era tener dieciséis, cuando el mundo parecía un lugar por conquistar, y la vergüenza, una prenda opcional. Así que respiro hondo. Me resigno. Esto es soportable.

Invadiendo mi espacio vital, hasta el punto de sentir el aliento de ambos en mi cuello, una pareja de unos 17 años, abrazados. Él joven, con desprecio apenas contenido, dice en voz alta: ''a ver si ahora cuando nos bajemos, oímos que este vagón se ha estrellado con todos estos hijos de puta dentro y han muerto todos”.

Quise responder. No me salió la voz del cuerpo. Solo una punzada interna de incredulidad. ¿Qué nivel de rabia puede justificar semejante deseo de desear la muerte a alguien por divertirse y ser ruidosos? ¿En qué momento un simple malestar se convierte en una fantasía de exterminio?


Horas después, el hambre me lleva a un pequeño bar. Una camarera, de unos 40, parece estar sola al frente del local. Está agotada. O quizá más que eso: está rota. Le pido un bocadillo, y sin mirarme siquiera, escupe las palabras:

“Estoy sola, desde las 7 de la mañana. Voy a tardar, que lo sepas”.

Ni un “buenas tardes”. Ni un “¿qué desea?”. Solo el cansancio convertido en ataque preventivo. Asiento en silencio, comprensiva pero herida. Media hora después me lanza —literalmente— el bocadillo a la mesa: pan gomoso, casi sin relleno. Me cobra 6 euros. No protesto. Pago y me voy.

Pero camino preguntándome: ¿por qué no dije nada? ¿Por qué lo he aceptado sin más? 


No puedo evitar conectar ambas escenas. El chico en el metro, deseando la muerte ajena. La camarera, convertida en cañón de malhumor. ¿Qué nos está pasando?

Vivimos agotados, frustrados, con pocas herramientas para canalizar lo que sentimos. La rabia encuentra entonces la salida más corta: el otro.

Y no es solo cosa de adultos. La generación Z —la del chico en el metro— se enfrenta a un mundo incierto, a relaciones frágiles, a expectativas que los aplastan desde una pantalla. No saben estar incómodos sin explotar. No toleran el ruido de otros porque ni siquiera soportan el suyo. En una sociedad que premia el agravio y el ir de frente (un ir de frente sin empatía), donde se aboga por una sinceridad que no es otra cosa que sincericidio (no todo vale. No hay necesidad de ser cruel con tu ''verdad''), ¿nadie les ha enseñado que se puede gestionar el enfado sin convertirlo en violencia verbal?.

¿Nos estamos convirtiendo en una sociedad emocionalmente analfabeta?




A veces creo que sí. Nos falta lenguaje para hablar del dolor. Nos sobran palabras para escupir odio. Nos tragamos la empatía en el desayuno, sustituyéndola por prisa, cansancio, cinismo. Vivimos tensos. Disparamos antes de preguntar.

Quizá no podamos cambiar el mundo de golpe, pero sí podemos empezar por no sumarnos al coro del desprecio. Por atrevernos a no responder con más rabia, a sostener el silencio en lugar del grito, a recordar —aunque cueste— que al otro lado siempre hay una historia que no conocemos. No se trata de aguantarlo todo, sino de decidir, conscientemente, qué tipo de personas queremos ser en medio del ruido.

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